20110409

El Planeta de los sueños / Alfonso Alvarez Villar


Resumen del diario de a bordo del capitán O'Brien, comandante de la nave «Arturo», y fallecido (?) en acto de servicio en el Planeta X-23-2 del área cósmica 1.328.

Día 3 de marzo del año 273 de la era cósmica.
—Hemos llegado al planeta X-32-2. No ha habido dificultades en el planetizaje. Elegimos como lugar de descenso lo que parece ser el punto central de una gran ciudad. A orillas de un mar de sangre por la reflexión de los rayos de la estrella X-23, que los antiguos astrónomos denominaban Antares, de la Constelación de Escorpio.
El Teniente Morgan deseaba cuanto antes explorar las extrañas estructuras de plástico que son los edificios de esta ciudad. Todo parece desierto, pero le he negado el permiso. No quiero que se repita lo que ocurrió hace veintitrés años en una expedición al planeta K-17-2: toda la expedición cayó en una trampa tendida por los humanoides de aquel astro. He ordenado a todos los miembros de la tripulación que estén ojo avizor y que no se aparten más de veinte metros de la aeronave.

Día 4 de marzo del año 273 de la era cósmica.
—Cuesta trabajo acostumbrarse a este sol gigantesco que sigue su curso imperturbable, como un gran rubí clavado en el cielo. Antares (prefiero llamarlo así que no con las siglas frías del catálogo astronómico interplanetario) es una estrella todavía joven. Dentro de algunos miles de millones de años este planeta será inhabitable: al convertirse su sol en una estrella amarilla, se fundirá como un helado de fresa. ¿Saben esto los habitantes de X-23-2? ¿Lo sabían, suponiendo que hayan perecido? Pero esto es algo que no me compete.
Anoche sopló un viento helado. Era estremecedor oír el aullido de este aire oxigenado que enlentece nuestros pulsos. Salí un solo momento de la nave y me pareció oír un sonido extraño: como el de una melodía salvaje interpretada por esas extrañas figuras de plástico que parecen de pesadilla. El físico Fernández me explicó, sin embargo, el fenómeno: las casas de este planeta son como teclas de un xilofón, que vibran con tonos diferentes al ser sacudidas por el viento. El químico Grelly sostuvo la tesis de que este era un efecto voluntario, y aventuró la sospecha de que cada una de las ciudades que hemos descubierto en nuestro round emite una melodía diferente; algo así como los signos nacionales que existían cuando la Tierra aún se hallaba dividida por fronteras políticas.

Día 5 de marzo del año 273 de la era cósmica.
—Seguimos sin distinguir a los habitantes de este extraño planeta tan diferente y al mismo tiempo tan semejante a nuestra Tierra. Pero es que, como se sabe, el reglamento exige una espera de cuarenta y ocho horas antes de emprender una exploración de reconocimiento. Necesitamos analizar con más detenimiento los datos del analizador de atmósferas, de los magnetómetros, contadores de radioactividad, bioexploradores, etcétera. Fernández me ha comunicado que sus instrumentos registran un foco radiactivo situado aproximadamente a unos pocos kilómetros de aquí. Tomaremos las oportunas medidas. Se trata de una fuente muy poco intensa, pero, de todas maneras, haremos una investigación más adelante.
La doctora Schneider me ha informado de algo que me ha sorprendido: ni aplicando el microscopio de rayos cósmicos ha conseguido descubrir ninguna muestra de vida en el polvo y en las muestras de aire recogidas por ella. Esto es sorprendente, porque en cualquier planeta habitado el número de microorganismos por centímetro cúbico es inmenso. No se puede concebir la existencia de seres superiores sin la de esas bacterias o virus que los protegen o que, por el contrario, actúan de parásitos. Y quiero registrar también una paradoja que nos llenó de asombro ya al acercarnos al planeta: X-23-2 no posee ninguna vegetación. ¿Cómo pudo, pues, haberse desarrollado una vida inteligente sin que hayan permanecido por lo menos restos de una vida vegetal previa? Esto va en contra de las normas de la evolución biológica, porque no cabe duda de que estas extrañas construcciones son obra de seres racionales: lo demuestra su disposición ordenada, su estructuración «urbanística».
La doctora Schneider ha estado más de una hora charlando conmigo acerca de estos hechos tan extraños. Morgan se siente intranquilo y teme que nos hallemos en frente de un enemigo realmente peligroso. Respaldado por los dos artilleros de la tripulación, me ha pedido que lanzásemos unas cuantas bombas termonucleares sobre las ciudades de este planeta. Afirma, en efecto, que de la misma forma que los habitantes de X-32-2 han logrado destruir toda clase de vida nos pueden destruir a nosotros si antes no les destruimos a ellos. Yo le he respondido que el reglamento me prohíbe tomar medidas defensivas a menos que los habitantes de un planeta ofrezcan un solo indicio de hostilidad y se haya demostrado, al mismo tiempo, que están en condiciones de causar daños a la nave y a sus tripulantes. La Ley es la Ley. La doctora Schneider estaba presente y me ha dirigido una mirada de gratitud.

Día 6 de marzo del 273 E.C.
—Hoy por fin nos hemos decidido a explorar los alrededores, alejándonos de la astronave. Avanzamos en grupos de dos. Yo elegí como compañero a la doctora Schneider. Morgan se aventuró con Fernández. Naukratis y Zombe, los dos artilleros, fueron juntos. Grelly quedó en la astronave con el segundo copiloto, Gersen. No hicimos uso de los turbo orugas, pero íbamos armados hasta los dientes.
¡Qué extrañas construcciones las de los habitantes de X-23-2! Su disposición no es la de nuestras ciudades: las leyes urbanísticas parecen ajenas a cualquier metrópoli humana. Podría esperarse que todas estas edificaciones fuesen de un solo color, el rojo. Pero no es así. Precisamente lo primero que nos sorprendió es que estas ciudades parecían como camafeos antiguos por la variedad de sus tonalidades cromáticas. Hay casas de color esmeralda, otras refulgen como turquesas. Pero el berilio de color de miel, el ágata de color verde oscuro, la amatista violeta y el jaspe lechoso se hallan esparcidos por doquier como engastados en un suelo que es de consistencia muy blanda, como si se tratase de goma.
La doctora Schneider y yo hemos admirado además la forma de estas extrañas construcciones. Ninguna de esas casas o palacios posee, en efecto, una forma definida y al mismo tiempo son lo más hermoso que pueda imaginarse un ser humano. Me recuerdan a esos caramelos gastados por los niños o a los objetos mágicos que pintaba hace trece siglos un tal Ivés Tanguy. En realidad, la fantasía les puede imprimir la forma que uno desee, como si se tratase de nubes o de rocas. La doctora y yo coincidíamos raras veces en asignar a un determinado edificio la forma de un mismo animal, planta u objeto. Quizá los habitantes de X-23-2 se deleitaban en este juego de fantasía, aunque el utilizar aquí el pretérito imperfecto sea aventurado, ya que no sabemos si esos habitantes aún existen.
Me preguntarán, sin duda alguna, los superiores que lean este diario de a bordo el por qué no entramos en ninguno de estos edificios. Pero la respuesta es muy sencilla: ninguno de ellos tiene puertas; son como gemas preciosas, magníficamente pulidas, que no presentan ni siquiera la más mínima fisura. Inspeccionamos una por una las casas, sin la menor esperanza de poder introducirnos en ellas. Nos limitamos, pues, a arrimar nuestras frentes a sus muros lisos o combados, que son fríos como el hielo, y lo único que pudimos conseguir fue entrever una serie de objetos cubiertos que se transparentan apenas a través de los muros. Morgan, al unirnos de nuevo en la astronave, me confesó que se había sentido tentado de disparar su desintegradora para abrirse paso a través de los muros.
Pero lo que nos sobrecogió a la doctora Schneider y a mí fue la visión de varias superficies pequeñas o grandes desprovistas de edificaciones de cualquier tipo, aunque sí atravesadas por las mismas sendas «almohadilladas». Entre una senda y otra pisamos tierra auténtica, pero desnuda de toda vegetación. Vimos, eso sí, hondonadas distribuidas caprichosamente, como si alguien hubiese arrancado de allí unos árboles, unos arbustos o unas matas de flores. La doctora Schneider recogió muestras de aquellos terrones removidos. ¿Quién pudo destruir aquellos parques y zonas verdes, naturales o artificiales?
Esta misma noche la doctora Schneider ha mirado al microscópico de rayos cósmicos. Mientras, volvía a sonar la sinfonía orgiástica interpretada por ese xilofón de piedras preciosas que es la ciudad que nos rodea. Por primera vez desde que partimos de la Tierra he tenido que infundir ánimos a los miembros de la tripulación.

7 de marzo del 273 E.C.
—La doctora Schneider y yo hemos estado examinando los extraños corpúsculos descubiertos en las muestras de tierra que recogimos ayer. El microscopio de rayos cósmicos ha conseguido detectarlos, tras una serie de ensayos infructuosos. Son pequeños núcleos del tamaño de una sola molécula. Su forma es la de una esfera perfecta rodeada de un aro translúcido. Este aro representa algo así, supone la doctora Schneider, como una cápsula protectora. La semejanza con las bacterias esporuladas es sorprendente. El químico Grelly realizó un laborioso microanálisis. El espectrógrafo de rayos ultravioleta y la ordenadora electrónica cuentaelementos nos confirman en la idea de que se trata de seres vivos mucho más elementales que los virus de nuestra Tierra o los que hasta estos momentos han sido descubiertos en otros planetas. La constitución de la molécula es la de un compuesto cuaternario extraordinariamente simple.
La visión con luz polarizada reveló además sorprendentes cualidades ópticas. Se trata indudablemente de un nucleótido desconocido en nuestro planeta. Para hacer más desconcertante esa imagen, el halo que lo envuelve resultó ser un simple gel de sílice. ¡He aquí la única vida que existe en X-23-2!
Mientras tanto, Morgan y los demás hombres, cuando estábamos discutiendo el alcance de estos hallazgos, entró en el laboratorio uno de los artilleros, Zombe, con los ojos fuera de las órbitas. Me sorprendió, en efecto, el contraste tan marcado entre el blanco de sus escleróticas y el color negro de su piel de congoleño. Le tuvimos que arrojar un vaso de agua fría en el rostro y sólo así se serenó. Le preguntamos por el motivo de su estado de terror, y entonces, tartamudeando de una manera lamentable, nos dijo que había visto fantasmas en aquellas casas misteriosas que tan impenetrables nos habían parecido el día anterior.
Pude rehacer los hechos de la siguiente manera: siguiendo mis instrucciones, Morgan y los demás miembros de la tripulación, que se habían alejado de la astronave, intentaron perforar las paredes de alguna de las casas. Pronto se reveló que el soplete oxídrico era incapaz de fundir las estructuras. Sólo el soplete de plasma logró convertir en una masa fundida algunos trozos de pared. Por el boquete entraron varios de los hombres y allí se encontraron con una sorpresa mayúscula: los edificios no eran más que inmensos ataúdes.
Dejando a Zombe de vigilante en la astronave nos dirigimos, la doctora Schneider y yo, hacia el lugar donde se hallaban mis hombres. Entré por la brecha y pude confirmar las palabras del artillero: flotando sobre el suelo se hallaban tendidos en decúbito supino dos esqueletos: el de un hombre y una mujer. Porque eran efectivamente seres humanos los que allí se hallaban durmiendo el sueño de la eternidad. En cuanto al mecanismo de flotación fue muy fácil descubrirlo: consistía en un colchón electrostático mucho más blando que cualquiera de los que utilizamos en la Tierra para dormir o para descansar. Pero había algo que nos heló la sangre en las venas: aquellos esqueletos carecían de cabeza, aunque era evidente que la habían poseído.;. Quién había cometido aquel acto vandálico de decapitar a aquellos seres antes o después de muertos?
Hay otra cosa que no puedo comprender: aun suponiendo que aquellos edificios fuesen mausoleos y no casas, ¿cómo es posible que no contuvieran ni un solo mueble «visible»? Digo «visible», porque repetidas veces tropezamos con formas del espacio que mostraban una resistencia al ser atravesadas. El electrómetro detectó en aquellos lugares poderosas condensaciones electrónicas que podrían servir de sillas, de mesas o de enseres de cualquier tipo. Habría sido, en efecto, muy interesante el contemplar a los «indígenas» sentados en el aire y comiendo encima de una mesa completamente fantasmagórica, pero más sólida que una tabla de acero o de madera de teca.
Hemos perforado otros edificios. En todos ellos hemos descubierto el mismo espectáculo. Sólo que unas veces aparecía una sola persona, otras dos y a veces tres y más, de diferentes edades y sexos. Todos ellos prendidos en el inevitable colchón electrostático y decapitados.
El químico Grelly ha demostrado a última hora que el material del que se hallaban construidas esas casas, mausoleos o como quiera llamárseles, corresponde a lo que llamamos nosotros «polímeros artificiales». Son, en otras palabras, sustancias plásticas de un elevadísimo poder de fusión. Además, contienen sales de cobalto, de hierro, de cobre, de manganeso, etcétera, que dan infinitas coloraciones a la masa. ¡Magníficos ceramistas y vidrieros éstos, que supieron encadenar en sus propias viviendas y bajo un sol monótonamente rojo, todos los encantos del arco iris!
La doctora Schneider ha introducido en varios huevos de gallina pequeñas tomas de esas esferas infinitesimales que vimos esta mañana en la pantalla del microscopio de rayos cósmicos.

8 de marzo del 273 E.C.
—Esta mañana la doctora Schneider y yo hemos descubierto algo que nos ha llenado de temor. Tendremos que guardar el secreto ante los restantes tripulantes del «Arturo» para no desmoralizarles completamente.
La doctora Schneider había sembrado en quince huevos de gallina esas muestras de tierra contaminada con los virus descubiertos ayer mismo. Estos huevos «sembrados» habían permanecido sólo ocho horas en el armario bacteriológico, pero, ¡cuál no sería nuestra sorpresa al descubrir que debajo de las cáscaras había desaparecido todo resto de sustancia orgánica! Hicimos una toma de los cascarones y descubrimos que estaba materialmente sembrado de infinitas esferas diminutas. ¡El virus había destruido, pues, en el plazo de ocho horas varios gramos de grasas, hidratos de carbono, albúminas, etcétera! El poder destructor de este microorganismo, más pequeño que cualquiera de los conocidos hasta ahora por el hombre es, pues, terrible. Porque al mismo tiempo es inmune contra todos los antibióticos y bacteriostáticos de que actualmente disponemos: la doctrina Schneider lo ha confirmado tras una larga serie de laboriosos experimentos.
Sólo los desinfectantes poderosos, como el ácido sulfúrico, el ácido fénico y, por supuesto, el fuego los destruyen. He dado órdenes a la doctora Schneider de que calcine las muestras de tierra y los cascarones de huevos contaminados. ¿Qué sucedería, en efecto, si este virus fuese patógeno para el hombre?
Y ahora una terrible sospecha me asalta: ¿No es muy probable que la causa de la destrucción de los habitantes de X-23-2 haya sido, precisamente, este virus? La única objeción es el macabro espectáculo de esos esqueletos sistemáticamente decapitados que seguimos encontrando por doquier. Mis hombres comienzan a sentirse intranquilos. Se quejan de que se les haya destinado a un planeta que parece un cementerio. Zombe, que como buen africano es supersticioso, ha comenzado a contar a sus compañeros no sé qué extrañas apariciones. He tenido que ordenarle que guarde silencio para no ensombrecer aún más los ánimos.
Fernández sigue detectando un foco de radiación situado a unos pocos kilómetros de distancia. Posiblemente se trate de una mina de uranio o de un yacimiento de sustancias radiactivas explotado, quizás, por los habitantes de este planeta.

9 de marzo del 273 E.C.
—La doctora Schneider y yo hemos realizado un descubrimiento casual, íbamos caminando por una de las calles que conducen al mar cuando se me ocurrió silbar una tonadilla. De repente vimos que se abría un hueco en forma circular en una casa situada a la derecha. Repetimos el silbido varias veces sin que se produjera ningún otro efecto. Indudablemente, el mundo de los habitantes de X-23-2 se hallaba fundado más en el mundo del sonido que en el de la vista. ¡Dominaban la naturaleza mediante notas musicales! Por ejemplo, las puertas de sus casas no necesitaban llaves. Bastaba emitir el tono exacto para que los muros de la mansión, acordados a estas vibraciones, se convirtieran en permeables. Reuní a los miembros de la tripulación y durante unas horas aquella ciudad se convirtió en una orgía de sonidos de todos los tipos. Desgraciadamente, no disponíamos de diapasones y sí sólo de algunos zumbadores electrónicos. Zombe había traído, sin embargo, un banjo, y el físico Fernández una guitarra. Con la ayuda de nuestras cuerdas vocales y de los instrumentos musicales o técnicos conseguimos «abrir» una docena de casas que no nos ofrecieron otro espectáculo que el consabido: la vista de uno o más esqueletos decapitados.
Por cierto, según la doctora Schneider, esos esqueletos parecen de una antigüedad incalculable, y, hecho aún mucho más sorprendente, las pruebas de carbono-14 demuestran, por el contrario, que son recentísimos: datan de menos de doscientos años. Pero hay que tener en cuenta los efectos malignos del virus recién descubierto. Lo cierto es que los huesos también están plagados de esas minúsculas esferas, aunque en estado de esporas, esto es, provistas de un halo de sílice, como las que encontramos en las muestras de tierra. Las descubiertas en los huevos carecían de ese halo, lo que nos demuestra que se hallaban en estado activo.
He pasado todo el día y las primeras horas de la noche entretenido en los análisis de la doctora Schneider y de Grelly. Los demás miembros de la tripulación parece que están más contentos después de su jornada melódica en la que, por cierto, se ha puesto de relieve el mal oído de algunos de mis hombres.
Esta noche vuelve a soplar el viento musical que nos ha hecho estremecer en otras ocasiones. Empiezo a comprender la psicología de los habitantes de X-23-2, pero aunque ya estoy completamente seguro de la causa de su extinción, aún quedan muchos enigmas que resolver.

10 de marzo del 273 E.C.
—He tenido un sueño espantoso: me hallaba con la doctora Schneider mirando el fondo de un estanque de forma cuadrada. En él flotaban minúsculos pececillos. Nuestros rostros se reflejaban en el agua dorada por el sol terrestre de color amarillo. De repente, aquellos pececillos inofensivos aumentaron de tamaño e intentaron mordernos. Nosotros nos alejábamos del estanque, pero allá abajo, a nuestros pies, contemplábamos las olas del mar. Este mar primero era azul, pero luego adquiría un color de sangre. Y lo que es más espantoso: parecía vivo, puesto que en contra de las leyes de la gravedad, subía por una montaña muy empinada como dirigiéndose a nuestro encuentro. Una voz muy extraña se oía a nuestra derecha, advirtiéndonos del peligro. «Marchaos antes de que os moje el mar», decía. Volvíamos la vista hacia donde se había escuchado la voz, pero no veíamos nada. El mar seguía subiendo y ya nos lamía los pies, pero en ese momento me desperté bañado en sudor.
Transcribo este sueño en un diario oficial, en aparente desobediencia del Reglamento, por el siguiente hecho: me había pedido Morgan y alguno de los demás hombres que les permitiera dirigirse al mar para darse un baño, ya que la mañana era realmente calurosa. Fernández, por su parte, afirmaba que la fuente radiactiva procedía precisamente del mar. Yo les hice las oportunas advertencias. Les concedí la autorización que me pedían, puesto que era necesario tenerles entretenidos en algo, aún más después de aquellas macabras escenas de los días anteriores. Y entonces sucedió un hecho verdaderamente sorprendente que todavía no he acabado de explicarme: la doctora Schneider hizo en broma un comentario que demostraba que ella había soñado lo mismo que yo.
En realidad, no se trata de dos sueños idénticos, sino que encierran, por así decir, los mismos elementos: la visión del estanque, los pececillos que se convierten en monstruos sanguinarios y la de un mar de color purpúreo que intenta anegarnos, sin que falte la voz premonitora. En el caso del sueño de la doctora Schneider, ella se halla a bordo de un hidroavión muy antiguo y las olas adquieren la forma de brazos que dirigen feroces puñetazos a los costados de la embarcación.
La doctora Schneider me ha tranquilizado, sin embargo, respecto a esta extraña coincidencia. Es lógico —dice— que tras haber experimentado las mismas experiencias traumatizantes, tengamos sueños tan parecidos. Pero no quiero dejar de anotar este detalle curioso en el diario.

11 marzo del 273 E.C.
—Escapa a las leyes del azar y a las del psicoanálisis el que la doctora Schneider y yo hayamos vuelto a soñar lo mismo, o, mejor dicho, casi lo mismo. En este segundo sueño misterioso me veía en una especie de museo anatómico. Inmensos frascos llenos hasta el cuello de líquidos antiputrefacción contenían cabezas de todos los tamaños. No parecían cabezas humanas, en realidad, pero tampoco de animales. Y lo que es más terrible: estaba convencido de que todas esas cabezas me miraban a mí.
De repente, comenzaba a sentir que estaba perdiendo mi dentadura. Una tras otra mis piezas dentarias iban cayendo al suelo. Aparecía entonces la doctora Schneider que me decía: «para que no mueras tengo que cortarte la cabeza y colocarla en un frasco como ésos que hay aquí». Me desperté horrorizado.
Más me horroricé, sin embargo, cuando la doctora Schneider me contó «su versión» de ese mismo sueño: «Se hallaba en un cementerio, pero en un cementerio muy especial en el que las criptas eran traslúcidas y de diversos colores como el de los edificios de esta ciudad. Dentro de ellas había cráneos, y lo más curioso es que todas las órbitas miraban en una sola dirección: hacia mí. Emma se me acercaba, pero al estrecharme la mano observaba como una mezcla de repugnancia y de compasión, que me deshacía en una masa pútrida. Sobrenadando en ella quedaba mi cabeza y entonces con un escalpelo comenzaba a disecarme la piel de la cara, a pesar de mis protestas, puesto que así por lo menos quedaría a salvo mi cerebro. En ese punto se despertaba».
Mis hombres han vuelto al mar. Dentro de tres días partiremos, no sin antes complacer a Fernández, que quiere localizar la fuente radiactiva. Todo esto no augura nada bueno. Comienzo a ser supersticioso y a creer en la capacidad profética de los sueños. La doctora Schneider también está atemorizada. Dejaré en manos de una segunda expedición el aclarar todos estos enigmas, especialmente el porqué de esas mutilaciones masivas de los esqueletos.

12 de marzo del 273 E.C.
—Dejando sólo un centinela en la astronave nos hemos dirigido toda la tripulación a la orilla del mar. La mañana era tan calurosa como la de ayer. La playa de esta ciudad, cuyo nombre posiblemente desconozcamos para siempre, se extiende varios kilómetros. Sólo hacia el Norte y hacia el Sur dos elevados promontorios rompen la monotonía del paisaje. Las arenas son de color dorado y los rayos sanguinolentos de Antares les prestan tonalidades imposibles de describir con el lenguaje habitual. Son finas y suaves al tacto, y al dejarlas transcurrir entre los dedos parecen como la lluvia de oro que fecundó a Danae. El mar se extendía ante nuestra vista sin más accidentes geográficos que unas cuantas rocas. Se oía el romper de las olas como si se tratase de nuestros océanos y por un momento, cerrando los ojos, me creí transportado a nuestra Tierra. Pero el color de este mar es rojo púrpura, debido a la especial reflección y reflexión de las radiaciones de Antares. Parece en realidad, un mar de sangre, como el que apareció en mis sueños. Sólo se diferencia de aquel otro, producto de mi fantasía durmiente, en que parecía más tranquilo que el azogue de un espejo. Sin el color rojo azulado hubiese parecido nuestro Mediterráneo.
Nos hemos zambullido todos. La temperatura del agua es ideal. Un análisis químico efectuado previamente nos había demostrado que no contenía sustancias tóxicas, aunque sí una proporción de sales muy diferentes a las de la Tierra: en especial, cloruro de rubidio que le da un sabor dulce.
Lo verdaderamente maravilloso es el fondo. Hemos visto esqueletos de corales que no hubiésemos podido soñar siquiera encontrar en la Tierra. Formaban, en efecto, como tubos de órganos de todos los tamaños y grosores. Otros se hallaban entrelazados como hilos de una tela de araña. Provistos de las escafandras penetramos a través de un bosque mágico de árboles fosilizados. Un bosque por cierto completamente deshabitado, ya que en ningún momento encontramos ni un solo pez o ser viviente de cualquier tipo.
Pero lo sorprendente no era la visión de aquellas ramas de color esmeralda, turquesa o zafiro, sino los acordes sonoros que producen las corrientes ascendentes del mar al penetrar por las oquedades del coral. He hablado antes de tubos de órganos, pero es que lo son, en el sentido musical de la palabra. Sólo que su sonido es muy diferente al de nuestros instrumentos. Todos esos restos de lo que fueron antaño animales vivos forman la orquesta más extraordinaria que haya podido concebir el oído humano. Una orquesta, por cierto, muy curiosa: el soplo de los pulmones es sustituido por las corrientes de agua, y el golpeteo de los metales, de las cuerdas o de las membranas de piel por el entrechocar de las moléculas líquidas con las manos calcáreas.
Hemos permanecido durante horas extasiados por este concierto natural. Posiblemente los habitantes de este planeta sentían la misma sensación de gratitud que nosotros. La prueba es que hemos encontrado restos metálicos que debieron pertenecer a las máscaras submarinas utilizadas por los habitantes de X-23-2.
Era necesario actuar y por eso registramos en el audígrafo algunos fragmentos de esta gran melodía oceánica que nos ha mantenido atónitos a todos nosotros hasta poco antes de que el rojo sol de este planeta desapareciera por el horizonte.
Quiero terminar el diario correspondiente a este día con un último descubrimiento en el que pienso profundizar mañana: recorriendo con los prismáticos de largo alcance el horizonte, ha descubierto una pequeña isla. Sin duda alguna, este hecho aislado parecería baladí si no poseyese una característica que la hace destacar de todos los otros datos geográficos recogidos hasta el momento: la coloración de esta isla es diferente a la de las demás. No sé si será una alucinación mía, pero el caso es que creí distinguir, apurando la potencia de los prismáticos y mi capacidad visual, que esta isla contiene una cierta vegetación. Morgan y la doctora Schneider han confirmado esta suposición mía y por si ya no bastase lo enigmático de este hallazgo, Fernández enfocó hacia allí su detector de radiaciones, con la sorpresa mayúscula de que ¡esa isla era precisamente el foco que había intentado localizar desde el primer día de nuestra llegada a este planeta!

13 de marzo del 273 E.C.
—La doctora Schneider me ha levantado precipitadamente: ha descubierto que las muestras de restos fósiles coralinos recogidos por ella contienen esporas de ese virus tan extraño que descubrimos hace algunos días en los terrones del jardín destruido. No he revelado este descubrimiento a mis hombres. Temo crear en ellos una psicosis de pánico. ¿Estaremos ya contaminados? Todos hemos tenido ocasión de ponernos en contacto con los corales. Algunos de los hombres sufrieron heridas de pequeña importancia al tropezar con las minúsculas espículas o con las puntas de aquel bosque mágico que ayer exploramos ampliamente.
Pero hay algo que me preocupa mucho más: el descubrimiento del enigma. Al fin y al cabo es posible que el cuerpo humano posea antígenos suficientes para evitar la infección. ¿No estamos rodeados en la Tierra por infinidad de bacterias y virus completamente inofensivos gracias a nuestros anticuerpos? Mañana haremos una expedición a la isla misteriosa. Creo que distará unos veinte kilómetros de la costa.

14 de marzo del 273 E.C.
—La expedición no se ha podido realizar. Los sueños han sido confirmados: dos de los hombres se hallan enfermos. Se trata de Fernández y de Grelly. Tienen la piel hinchada y enrojecida. Sus ojos parecen salirse de las órbitas. La doctora Schneider ha tenido mucho trabajo en su clínica. Ha aplicado pomadas de cortisona a grandes dosis, antibióticos y toda su farmacopea antiinflamatoria, pero con resultados hasta ahora nulos. Y lo que es más terrible: la biopsia de los tejidos demuestra la presencia del «virus circular».

15 de marzo del año 273 E. C.
—He vuelto a tener un sueño muy extraño: la piel se me iba cayendo a pedazos, pero en el momento en que me creí perdido, una fuerza misteriosa me empujaba hacia la isla que entrevimos anteayer. Allí en el centro había un panteón de mármol negro con letras doradas que expresaban no sé qué pensamiento en un lenguaje desconocido para mí; posiblemente, griego, por el alfabeto utilizado. Entraba en el panteón y allí tropezaba con dos ángeles de bronce que hacían como de guardianes de una pasarela que yo debía atravesar. Pasaba, en efecto, algo así como un puente y al otro extremo se hallaba una mujer de edad madura, de rasgos parecidos a los de la doctora Schneider, que me ofreció en un canastillo algo transparente que ella iba desembrollando: era una piel nueva. La mujer me aseguraba que aquella piel no perecería nunca, y en ese momento me desperté.
De nuevo se ha vuelto a repetir la coincidencia: la doctora Schneider ha soñado algo parecido. Pero ahora no tenemos tiempo para interpretar sueños. Otros dos hombres se hallan enfermos. Se trata de los dos artilleros, Naukratis y Zombe. En cuanto a Grelly y Fernández han empeorado, aunque conservan plena lucidez. Para su propio mal, porque el espectáculo que muestra su piel es verdaderamente aterrador. Todos los síntomas son de una lepra que avanza rápidamente, en contraste con la que en otros tiempos existía en nuestro planeta: la debida al bacilo de Hansen. Por lo menos esto es lo que afirma la doctora Schneider. No creo que regresemos vivos a la Tierra.

16 de marzo del 273 E.C.
—De ahora en adelante este diario de a bordo se va a convertir durante los pocos días que me quedan de vida en un diario íntimo, o si se quiere, en un testamento. Prescindo, pues, de todos los formulismos del Reglamento.
Morgan se ha insubordinado. Pretendía que zarpásemos inmediatamente con destino al Planeta habitado más próximo. Yo le hice ver lo absurdo de su plan, ya que, aun en el mejor de los casos, tardaríamos tres meses en encontrarnos con un crucero auxiliar y seis en arribar al planeta más cercano. Naturalmente, mucho antes de que alcanzásemos cualquiera de esas dos metas, la astronave «Arturo» se habría convertido en un ataúd viviente. Me objetaron que preferían morir en la astronave que en un planeta extraño, y entonces yo les informé de la última esperanza que aún nos quedaba: la existencia de una isla distinta al resto del paisaje de aquel planeta y, sobre todo, los mensajes de aquellos sueños que la doctora Schneider y yo habíamos tenido. Morgan se mofó de todas estas interpretaciones mías, y amenazándome con un arma fue preguntando uno a uno de los tripulantes si preferían quedarse en el Planeta X-23-2 o partir con él en el «Arturo». Sólo Emma y yo decidimos quedarnos aquí.

17 de marzo del 273 E.C.
—Morgan y el resto de la tripulación han partido esta mañana. Antes del despegue pude enterarme de que el proceso de destrucción de la piel continuaba su curso en los cuatro enfermos. En Grelly y en Fernández, por ejemplo, ya habían aparecido pequeños focos purulentos, localizados en las manos y en la cara. Los dos únicos tripulantes canos hasta entonces, Morgan y Gersen, padecían ya los primeros síntomas de la infección. Emma supone que no duraremos ninguno de nosotros más allá de una semana, porque ella no duda que el virus terminará extendiéndose a los órganos profundos.
Debemos agradecer a Morgan que nos haya dejado suficientes alimentos para sobrevivir. La turbomotora, con la que pretendemos llegar a la isla misteriosa, y una buena dosis de medicamentos y de analgésicos. Pensamos, en efecto, que no tardaremos en caer enfermos como todos los demás. Pero ellos errarán hasta la consumación de los siglos entre los espacios vacíos. A nosotros nos aguardan, por el contrario, las entrañas de un planeta, o, ¡quién sabe!, la esperanza de algo que hemos entrevisto o que nos han hecho entrever en nuestros sueños.
Cuando el «Arturo» arrancó permanecimos largo tiempo contemplando la estela de llamas que se alejaba de nosotros. Agitamos nuestros brazos en señal de despedida. Perdono de todo corazón a Morgan, que en el último momento me pidió disculpas por su rebeldía.
Quiero dejar constancia aquí, por encima de todo, de que desde hace varios meses estoy enamorado de Emma y que ella me corresponde en ese amor, sólo que el Reglamento nos ha prohibido hasta ahora expresar esta atracción mutua con algo más que nuestras miradas y nuestras preferencias. Emma me dice que mañana estaremos enfermos y por eso nos hemos apresurado a celebrar esta misma noche un matrimonio que será sólo un cortísimo pasadizo hacia la muerte. Irónicamente, he tenido que ser novio y juez al mismo tiempo. Mi camarote nos ha servido de cuarto nupcial. Nos hemos amado con toda la rabia de las criaturas efímeras que saben que lo son.

17 de marzo del 273 E.C.
—Emma y yo hemos amanecido con la piel ligeramente hinchada y enrojecida. Era lo que esperábamos y por eso no nos sentimos sorprendidos cuando al despertar el uno en brazos del otro pudimos descubrirnos a la recíproca los signos premonitores de la muerte. Pero a mí no me importa que el rostro y que la piel de Emma queden desfigurados por la enfermedad. Hay algo que este virus no logrará desfigurar nunca: la bondad y la inteligencia de esta mujer. Eso es lo que amaré a lo largo de estos cuatro o cinco días que me quedan de vida.
Hemos arrastrado la turbomotora hacia la orilla del mar. Navegamos ahora hacia la isla misteriosa. Parecemos una pareja de enamorados que realizan un crucero por el Mediterráneo a bordo de un pequeño yate.
Al llegar a la isla descubrimos que estaba rodeada por un cinturón radiactivo. La dosis es letal, pero no nos importa. Esto no acorta nuestra agonía.
Allá a pocos metros de la orilla aparece una vegetación lujuriante. Son árboles en cierto modo parecidos a los de los trópicos terrestres. Pero ahora no nos interesa su descripción: nuestros compatriotas que lleguen hasta aquí, después de suficientemente prevenidos por las páginas de este diario, sabrán proceder a su clasificación y estudio.
Es algo verdaderamente terrible. Ésta es la Isla de los Muertos. Son inmensas galerías excavadas en un inmenso bloque de plástico y a derecha e izquierda de cada galería miles de cráneos nos miran con expresión siniestra. Los cráneos se hallan contenidos en pequeños nichos que contienen soluciones nutritivas a la misma temperatura que la del cuerpo. El intercambio de los elementos y de los productos de desecho está automáticamente regulado para toda la eternidad, o por lo menos hasta que X-23-2 desaparezca volatilizado por Antares. Y dentro de esos cráneos hay cerebros que sueñan y que nos hacen soñar a nosotros...
He hablado de Isla de los Muertos, pero es, en realidad, la Isla de los Sueños. Estos cerebros se pusieron en contacto con nosotros desde los primeros días de nuestra llegada al planeta, pero ahora nos envuelven con poderosos seudópodos psíquicos, nos introducen poderosamente en su mundo onírico. Dentro de un momento volveremos a estar con ellos. Sólo nos han permitido depositar este diario en este túmulo que ha de servir de aviso a los tripulantes de la segunda expedición terrestre que acudirá en vano para socorrernos.
Los cerebros nos han propuesto el único medio para escapar de la muerte: el que utilizaron ellos cuando el «virus circular» se apoderó del planeta. Entonces aplicaron en escala masiva una técnica que ya habían empleado en otras enfermedades o en accidentes irreparables: aislar el cerebro con su protección ósea correspondiente y mantenerlo vivo durante miles de años. El resto del cuerpo quedaba abandonado, hasta convertirse en ceniza.
Cuando se detectó la infección, equipos móviles fueron decapitando por todas las casas a enfermos y no enfermos. Grandes expediciones de cabezas pasaron así a los nichos de la Isla de los Sueños. A su vez, los decapitadores humanos fueron decapitados por servomecanismos, que ejecutaban con rapidez y perfección esta extraña cirugía de la inmortalidad. Casi toda la población de X-23-2 se halla, pues, en estas islas rodeadas de un cinturón mágico de radiaciones gamma que aniquila el virus cuando la dosis radiactiva alcanza una cifra letal para el propio organismo humano.
Los cerebros nos han entreabierto un mundo nuevo: el de los sueños. El cerebro de Emma y el mío no vivirán, en efecto, aislados en sus nichos respectivos. Mediante el sueño entrarán en contacto. Un mundo con posibilidades infinitas se abre delante de nosotros. Podremos, en efecto, Emma y yo recorrer aquella zona del espacio que ambos deseamos recorrer de común acuerdo. Con el mismo sentido de la realidad que en los sueños, por supuesto. Entrecruzaremos nuestras manos y fundiremos nuestros cuerpos, por ejemplo, a orillas de un Sena imaginario, más maravilloso aún que el real, porque no contendrá los aspectos negativos de la materia. O bien nos deslizaremos vertiginosos sobre nuestros esquíes por los escarpados ventisqueros de Suiza.
Y, claro está: todos los millares de cerebros que se hallan en la isla pueden ser nuestros amigos. Uniremos, pues, nuestro pequeño trozo de hilo a una inmensa trama fantástica que no se desteje nunca y que cambia cada hora como la visión multicolor de un caleidoscopio.
Dentro de una hora volveremos a la Isla de los Sueños para ponernos a la disposición de los servomecanismos. Estoy casi ciego y me es muy difícil seguir escribiendo este diario, pero la luz mental que me envían los cerebros me servirá de guía. Emma me conduce además hacia la playa en donde nos espera la turbomotora. Soñaremos, pues, juntos durante millones de años, pero, ¿es que acaso la vida de los hombres no es un sueño?

FIN


Publicado en: Antología de novelas de anticipación IX. Editorial Acervo, 1969.
Edición digital: Harry Le Sabre.

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